Domingo de Guzmán dejó un testamento de paz, como herederos de lo que fue la pasión de su vida: vivir con Cristo y aprender de Él la vida apostólica. Configurarse con Cristo, esa fue la santidad de Domingo: su ardiente deseo que la Luz de Cristo brillara para todos los hombres, su compasión por un mundo sufriente llamado a nacer a su verdadera vida, su celo por servir a una Iglesia que ensanchara su tienda hasta alcanzar las dimensiones del mundo.
Con su Orden perfectamente estructurada y más de sesenta comunidades en funcionamiento, agotado físicamente, tras una breve enfermedad, murió el 6 de agosto de 1221, a los cincuenta y un años de edad, en el convento de Bolonia, donde sus restos permanecen sepultados. En 1234, su gran amigo y admirador, el Papa Gregorio IX, lo canonizó.